Colaboraciones

7 días de road trip por California

Tenía 7 días disponibles para hacer un viaje a California, y tenía que decidir si dedicarlos a un solo destino, o a varios, aunque eso significara sacrificar muchas cosas de cada ciudad. Al final opté por la segunda opción -abarcar un poco más- y a continuación les contaré cómo me fue.

Antes de partir me dediqué a hacer toda la planeación básica desde qué tipo de viaje iba a hacer y qué es lo que quería visitar. Opté por hacer un road trip que me llevaría de San Francisco hasta los Ángeles, pasando por los viñedos de Lodi, las montañas de Yosemite y los árboles de Sequoia National Forest. Compré mis boletos de avión, reservé un auto en Avis, también mis hoteles, e hice una lista de lugares donde quería turistear y comer; como siempre una de mis mayores referencias fue Instagram, y el perfil de @visitcalifornia fue determinante para la elección de los destinos.

Día 1. La bicicleta sanfranciscana.

El día de volar llegó y como siempre hubo un ligero problema de cálculo. México se jugaba la calificación a los octavos de final en la Copa del Mundo contra Suecia, al mismo tiempo que yo iba a estar a más de 10 mil pies volando rumbo a San Francisco. Intenté fallidamente pagar el wifi a bordo, y ante la desesperación le pedí a la azafata que investigara cómo iba el partido.

“Dice el Capitán que México va perdiendo dos a cero”.

“Me carga, no me digas eso…”

El resto del partido lo escuché en la radio junto con otro pasajero aficionado, quien sí logró conectarse al wifi. Con todo y derrota, se logró el objetivo y para cuando aterrizamos en Estados Unidos, éramos muchos que portábamos el jersey de la selección nacional con mucho orgullo.

Pasé migración sin problemas, tomé mi maleta y me dirigí a las oficinas de Avis a recoger mi SUV. Nunca había manejado en Estados Unidos, así que todo lo hice muy lento y con muchísima cautela rayando en la exageración. Ajusté el navegador y le puse mi primer destino: Painted Ladies, donde me encontraría con un amigo mexicano, que coincidentemente estaba en la ciudad.

Con Diego (para no variar, pero este es otro) caminé por Alamo Square Park y de ahí nos movimos a Mission District, el barrio más antiguo de San Francisco, porque me interesaba mucho ver el prolífico street art que adorna esta zona: Balmy Alley, y sus murales con marcada influencia latinoamericana; The Women’s Building y su fachada dedicada a la labor de las mujeres en todo el mundo; y finalmente el Clarion Alley, con obras en su mayoría surrealistas de varios temas, entre ellos la inclusión social.

El tiempo en el parquímetro estaba por acabar y además teníamos un hambre garrafal, así que nos fuimos directo a un restaurante en el centro, cerca de Union Square llamado E&O Kitchen & Bar especializado en platillos asiáticos modernos -el Pad Thai, estuvo delicioso, y después del postre y el café me despedí de Diego, y fui a hacer check-in y dejar mis maletas en el Tilden Hotel, también en la zona del downtown.

A las 3.30 había reservado un tour en bicicleta en  Blazing Saddles, y ya se me hacía tarde, así que tomé un uber que me llevó colina arriba y colina abajo a través de las inclinadísimas calles que a simple vista parecen imposiblemente circulables,  hasta el local de renta de bicicletas en Hyde Street. Según yo eran eléctricas y “¡oh sorpresa!” resultó ser una bici mecánica convencional.

“Piernas, espero que estén listas, no me fallen”.

Un hermoso paseo de casi 4 horas, algo cansado pero sumamente entretenido, me llevó pedaleando por gran parte de la Bahía de San Francisco, cruzar el monumental Golden Gate hasta llegar a la mágica ciudad de Sausalito, que me recibió con una soda de limón artesanal que me supo a gloria. El tour en bicicleta es puramente panorámico y cada quién lo realiza dependiendo de sus intereses personales. Yo me detuve varias veces a tomar fotos de las gaviotas, del Golden Gate, a recuperar el aliento y a empujar la bici en algunas subidas cuando las piernas ya no me daban; pero todo ese esfuerzo valió la pena.

Para volver al otro lado de la costa, tomé el Ferry desde el puerto de Sausalito y con los últimos rayos de sol, en un hermoso atardecer “sanfranciscano” y desembarqué en el Ferry Building Marketplace. Tenía tan solo 10 minutos para llegar al local de bicis y entregarla – Nunca había pedaleado tan duro en mi vida, pero llegué justo antes de que cerraran la cortina y pedí nuevamente un uber que me llevó de vuelta al hotel. Estaba tan cansado, y ya eran casi las 10 de la noche, así que decidí cancelar mi cena en una taberna italiana, Che Fico y cené en el restaurante del hotel que también tenía muy buenas reviews.

Esa noche, apenas toqué la cabeza con la almohada, me desconecté de este mundo y caí en un sueño profundo.

Día 2. La lluvia de vino californiano.

Había planeado levantarme al amanecer e ir a correr a la Bahía. Los amaneceres en San Francisco son rosa pastel y una neblina titánica, conocida popularmente como “Frank” cubre al monstruo rojo del Golden Gate, como si lo estuviera devorando.

Antes de tomar la carretera, quise ir a probar unos helados que me había recomendado Alan, los Humphry Slocombe, pero cuando estaba a punto de llegar, el sabelotodo de Google me informó lo que yo no quería saber.

“Abrimos hasta las 11”  y yo ya me tenía que ir para poder continuar con mi itinerario, así que me quedé sin entrenamiento y sin helado.

Manejé alrededor de 1 hora y media, guiado por el navegador y cantando canciones ridículas, típicas de los road trips. Mientras más cantables mejor, porque así te distraes y te mantienes despierto. A medio día llegué al misterioso Lodi, en realidad no sabía mucho de este lugar, pero leí que era una joya vinícola perdida en el Estado de California, y pues yo amo el vino, qué más les puedo decir.

Mi amiga Lex y su novio Will me recogieron en el hotel Wine & Roses  y lo primero que hicimos fue ir a comer porque digamos que es mejor tener el estómago lleno cuando tu plan de todo el día es beber vino como si no hubiera mañana -sin miedo a la resaca.

En Michael & David Winery, nos sentamos a comer. Tienen ensaladas y sandwiches súper grandes. Yo elegí un Spicy California Chicken Wrap y tenía pechuga de pollo a la parrilla, tocino, tomate, aguacate y lechuga romana con un alioli tapatío y envuelto en tortilla de espinaca, acompañado de chips. Tuve que ser muy descriptivo con esto, porque realmente estaba muy sabroso.

Después de este almuerzo, comenzamos ahora sí la ruta itinerante de vinos: primero, ahí mismo, en la Michael & David Winery, después Vinters Testing Room, Heritage Oak Winery, y finalmente McCay Cellars. En cada lugar, los anfitriones nos hablaban de sus vinos y de su historia. Fueron casi 30 copas de vinos deliciosos y difíciles de jerarquizar.  Entre las variedades más populares de Lodi están el cabernet sauvignon, el zinfandel y el syrah; mi gran favorito, de hecho, fue el Reign Cabernet de la familia Rippey. Me compré una botella de esas, otro Cabernet que se llama Freak Show y un Zinhead.

“Espero no me las vayan a quitar en el aeropuerto, o me exploten en la maleta porque los tres son tintos”. Pensé imaginando mi ropa, toda pintada de rojo.

Ya algo mariados, pero extremadamente felices por las varias horas de deleite vinícola, caminamos en el centro a través del Farmer’s Market y concluimos el día cenando riquisimamente en el restaurante Fenix. Su pulpo a la parrilla, es un regalo de la vida.

Cuando llegué al Hotel lo único que quería hacer era acostarme a pensar en lo maravillosa que fue la jornada y lo feliz que el vino me hace (lo digo de forma romántica, no como un borracho cualquiera jajaja). Inevitablemente, mis ojos se fueron cerrando lentamente y me quedé dormido (otra vez).

Día 3. Rema, Rema, Rema.

Me levanté temprano para trabajar un poco. Esa una de las ventajas -y desventajas de ser un freelancer- no hay horarios muy rígidos, pero sí hay que dedicar varios horas al día, aunque estés de viaje, para cumplir con pendientes y mantenerte activo con tu chamba. Al terminar, desayuné en el Towne House, el restaurante del hotel.

¿El café igual que ayer señor? me dijo el muchacho de la barra. Yo asentí con la cabeza. Me impresionó que se acordara de mí, y sobre todo de mi petición de echarle un hielo al café para que no estuviera hirviendo. Siempre que me dan café súper caliente, me tardo horas para poder tomármelo y me pongo de mal humor.

A las 10.30, Lex y su novio pasaron por mí -otra vez- y me llevaron a pasear en kayak a Headwaters Boat House. Sin embargo, en un episodio más de Manu y sus tragedias, descubrí que había dejado mi mochila con la cámara y otras cosas en el hotel, ya habiendo hecho el Check-out,  así que tuve que regresar por ella, escoltado por supuesto por el personal de seguridad del hotel.

Ya con todas mi equipo, volvimos al muelle, me coloqué el chaleco salvavidas, el casco, la gopro en el pecho y me dieron una bolsa seca especial para mi cámara, y los remos.

Remamos alrededor de una hora a través de ese río, tan calmo, que parecía un lago. Varias veces perdí el equilibrio y estuve a punto de caer ridículamente en el agua, pero mantuve el balance. Me acordé también de una anécdota, hace años, cuando mi papá salió a pasear en kayak por la mañana, y no volvió hasta la noche. Estuvimos a punto de reportarlo como desaparecido, y al final volvió lleno de musgo y extenuado, pues había tenido que remar contra corriente mucho tiempo.

“Pues no encontramos a tu marido” le dijo mi tío bromeando a mi mamá “Pero encontramos su zapato jajaja”

A un cierto punto de la ruta, vimos una cuerda amarrada a un árbol, como uno de esos columpios improvisados que la gente pone para lanzarse al agua.

“If you do it, I will do it”. Me dijo otra chava que iba con nosotros. Y yo, al igual que Marty McFly (de Volver al Futuro) no puedo rechazar un reto directo.

En un arranque de intrepidez, escalé el árbol pisando unas tablitas y las ramas, que temía, se rompieran bajo mis pies; me colgué como un tarzán contemporáneo de esa cuerda, y sin pensarlo dos veces me aventé al río.

“¡Está helada!” les grité a todos desde el agua. Después fue el turno de ella, no lo hizo con mucha gracia porque se soltó antes de tiempo y tuvo un acuatizaje algo forzoso, casi de cara.

“¿Estás bien?” le pregunté consternado. Con el rostro un poco colorado, ella era la más feliz del mundo; había vencido sus miedos.

De vuelta al muelle, nos fuimos al centro de Lodi a un lugar que yo defino idílico: la Cheese Central, a una cata de exquisitos quesos locales y de todo el mundo -algo que no podía faltar en una zona vinícola. Los que más me gustaron fue un cheddar de habanero que después de tres segundos te enchilaba; el queso más viejo de la tienda, un “quebecois” de 9 años de añejamiento; y finalmente un queso azul fortísimo y apestosísimo, pero igualmente exquisito. Mi abuelo, el Dr. Nevraumont, me enseñó que mientras más apestoso, mejor.

Aún tenía una hora, apegándome a mi itinerario y pude ir a visitar un último viñedo, St. Jorge, que tenía mucha influencia portuguesa. El propietario nos llevó a una de sus cavas, y nos permitió probar algunos vinos directamente del barril. Ese Cabernet, extremadamente joven, tiene un futuro prometedor, cuando esté listo para salir al mercado.

Fue así que me despedí de mis anfitriones en Lodi y emprendí un viaje de 3 horas hasta uno de los lugares naturales más bellos del mundo: Yosemite. El camino fue largo, pero disfruté mi mix de música, los paisajes transitorios desde mi ventana y las reflexiones personales que uno puede a llegar a tener en esa soledad sobre ruedas.

El navegador me llevó colina arriba por un camino de terracería. Me hizo dudar un poco de la eficiencia de esa ruta, pero yo estaba muy entretenido con las curvas montesas. Iba dejando tras de mí una nube espesa de polvo, mientras al frente, veía al sol escondiéndose entre los troncos de aquellas vertiginosas coníferas.

“Tengo que apurarme, es mejor que no me agarre la noche manejando por aquí” Y aún así, con todo y esa premura, me detuve de golpe y decidí tomarme una foto -qué difícil es hacerlo solo-. Abrí la cajuela, saqué el tripié, activé la app de Canon en el smartphone para disparar, y situé, inmóvil en el spot preciso, donde por cierto me empezaron a comer los mosquitos.

Atravesé la entrada oficial del Parque Nacional, donde le tienes que pagar a un guardia forestal,  y así continué hasta llegar al pintoresco hotel Big Trees Lodge casi a las 8 de la noche. Boté las maletas en la recámara y con la última energía que me quedaba, manejé unos 8 kilómetros hasta el famoso Jackalope’s Bar & Grill.

“Fish and Chips, y una de esas cervezas” le ordené al mesero y con eso bastó para sellar la jornada de la mejor manera. Volví al Hotel, deshice mi cama y me arropé en el cálido cobertor -esa noche hacía mucho frío. Este viaje estaba saliendo muy bien, y aún faltaban más cosas y más lugares maravillosos.

Día 4. Los bosques me llaman, tengo que ir.

La alarma sonó a las 7 am. Por fin tenía algo de tiempo para salir a entrenar. Me puse mis tenis, el reloj para monitorear mi desempeño, y decidí no llevarme música para poder escuchar, muy poéticamente, el sonido de la naturaleza; ya saben el canto de las aves, el viento entre las ramas, y también los autos que pasan por ahí constantemente. El frío de la noche se permeó a la mañana -mis manos estaban algo adormecidas- pero lo suficientemente templado como para correr en shorts y camiseta.

Decidí correr al borde de la Wawona Road, rodeado de árboles monumentales y de los primeros rayos del sol californiano. Pude ver un lago transparente, que lo reflejaba todo, un par de campamentos, las piñas, víctimas de la gravedad en el suelo, y muchísimas lavandas pintando de colores y perfumes el raz del camino.

Después de una media hora, unos 5 kilómetros, volví al Big Trees Lodge a desayunar un “Full Victorian” (huevos estrellados, tocino, papa hashbrown), un café (o quizá fueron dos) y jugo de Naranja. Me cuesta trabajo admitirlo, siendo mexicano, pero los mejores jugos de naranja los he probado en el estado de California.

Hice check-out, subi todo al auto y manejé cuesta arriba, alrededor de una hora, al esquivo Glacier Point. El año pasado yo ya había visitado Yosemite y conocí sus mejores atributos: ríos, cascadas, prados, acantilados, formaciones rocosas poco convencionales, y miradores (mi favorito quizá sea el Tunnel Viewpoint). Pero en ese entonces Glacier Point estaba cerrado, porque es usual que durante el invierno caiga nieve y se congelen los caminos más altos.

Cuando por fin llegué a la cima, la vista panorámica desde allí era hermosa. Se alcanzan a ver varios picos, caídas de agua y al colosal protagonista rocoso, el Half Dome.

Abrumado un poco por los cientos de turistas, y el sol que para esa hora, ya estaba insoportable, decidí reajustar el navegador y emprender la larga ruta hasta Sequoia and Kings National Park. Las carreteras y autopistas en Estados Unidos son rectas eternas, pero cuando se llega a los parques nacionales, se convierten en sinuosas curvas montañosas, que debo admitir, son muy entretenidas de conducir.

Llegué directo al Montecito Sequoia Lodge donde pasaría la noche, hice check-in, tomé una “siesta energética” y manejé otros 40 minutos hasta el lugar donde habita, el que dicen, es el ser vivo más grande del mundo: el General Sherman.

Las secoyas, o “Guardianes de la Tierra” como las llamaban los nativos americanos, son los seres vivos más voluminosos del planeta; su cualidad es que viven por mucho tiempo, algunos tienen cientos y otros hasta miles de años, y continúan creciendo toda su vida. Estar junto a una, y mirar hacia arriba, es casi vertiginoso, y sus ramas y hojas parecen tocar el cielo, como si estuvieran conectados. Algunos les llaman rascacielos naturales. Su corteza arrugada como la más sabia de las abuelas y sus tonos rojos contrastan con los verdes predominantes del entorno; y esa energía invisible, que inexplicablemente, se siente al estar rodeado de ellos, te contagia una felicidad inefable.

“The clearest way to the universe is through a forest wilderness” Solía decir el naturalista y filósofo John Muir.

Rumbo al hotel, hice dos paradas: la primera para cenar una trucha roja en The Peaks Restaurant (normalmente hay que hacer reservación porque es muy demandado, pero viajar solo tiene sus ventajas y siempre hay mesas individuales o espacios en la barra). La segunda parada fue en un mirador al borde del camino para contemplar un bellísimo atardecer, de esos que te hacen llorar.

Cuando la noche cayó por completo yo ya estaba en mi cama, listo para dormir. Sé que ha sido un viaje fulminantemente breve, pero si quieren ver más de Yosemite y Sequoia les recomiendo leer los artículos de Fer Caballero sobre nuestro viaje el año pasado, en este mismo blog:

Mi road trip al Gran Cañón. Parte 1
Mi road trip al Gran Cañón. Parte 2

Día 5. El canto de la tierra.

Abrí los ojos, y una luz cálida se filtraba entre las cortinas. Me asomé por la ventana y vi una tenue bruma sobre el lago de Montecito, que reflejaba las nubes, una barca y los pinos. Me metí a bañar, me alisté, bajé a desayunar y nuevamente  con todas mis cosas partí hacia la misteriosa Crystal Cave.

Fue aquí que me di cuenta que mi viaje estaba muy premuroso, cambiar hotel todos los días y manejar tantas horas ya me había desgastado un poco. Sin embargo la emoción de ir a todos esos lugares me mantenía expectante y motivado.

El recorrido por la Crystal Cave es breve pero muy interesante por su experiencia multisensorial. Puedes escuchar constantemente el sonido del agua que fluye y las gotas que te caen en la cabeza y en la cara, “Les llamamos Cave Kisses” nos explicó la simpática guía. Las estalactitas y estalagmitas se unen formando columnas cristalinas, y  las inmensas paredes de mármol y su eco solitario son un espectáculo. De pronto se apaga la linterna, la oscuridad absoluta reina en la grande sala y después el silencio total.

“En esta cueva no se sienten los terremotos, es el mejor refugio antisísmico. No se sienten, pero se escuchan por las vibraciones, es de cierta manera un cantar de la tierra”.

Al salir, se pueden respirar de nuevo las flores y los árboles,  y estás de vuelta en la realidad.

Abordé el auto y emprendí el largo camino hasta el inédito Los Ángeles; lo llamo así porque iba a ser mi primera vez en esta ciudad. Realicé solo dos paradas, una en la gasolinera a cargar combustible y otra a comerme una hamburguesa y comprarme un café para engañar al cuerpo, porque aunque ustedes no lo crean, el café a mí me da sueño en lugar de energía. Además, para mí es muy difícil manejar largas distancias porque mi “narcolepsia” es real y comienzo a sentirme somnoliento.

Y así, después de 4 horas de viaje, llegué a la gran metrópoli californiana, con la noticia de que habían elegido a un nuevo presidente en nuestro país. Solamente a este respecto quisiera decir, bajo la vergüenza personal de no haber podido votar, que así como apoyé con estoicismo desde un principio su candidatura, seré también de los que demanden y critiquen con mayor fuerza su gobierno ¿Me estás oyendo Andrés?.

Llegué al hotel Mama Shelter, en Hollywood, aparqué el auto en un estacionamiento público e hice el check-in. Recordé que había encontrado un restaurante cerca de ahí cuando estuve planeando mi viaje así que caminé unas 4 cuadras hasta ese lugar. The Hungry Cat está decorado muy al estilo marítimo, había timones en las paredes y langostas en las peceras. Pedí unos dumplings de camarón y cerdo, y también un lobster roll; una cerveza artesanal y por supuesto un Sake japonés.

Me acosté pensando en que temprano, al otro día, iba a ver el partido de México contra Brasil (7 am hora local) y que eso definiría el futuro de nuestro país en el Mundial.  Con todo y ansiedad, pude conciliar fácilmente el sueño.

Día 6. La vida imita al arte.

Después de mucha emoción, 90 minutos que se sintieron eternos,  perdimos. Fue algo frustrante pero con los años he aprendido a no tomarme tan en serio el fútbol, aunque me apasione. A la selección tricolor se le apoyará, incondicionalmente, por siempre. Ni modo, uno debe apoyar a su equipo hasta la muerte (no se vale cambiar, diría mi mamá)

Desayuné un bowl de acai (comida para tucán, le digo yo jajaja) me sentí tan honrado y saludable, y manejé hasta el célebre Los Angeles County Museum of Art, popularmente conocido como LACMA y que todo mundo me recomendó. Es un vasto museo con una hermosa y variada colección artística de varios periodos históricos de diferentes partes del mundo. Desde cuadros de Modligliani, Kandinsky, Rothko, Picasso a esculturas de Alberto Giacometti y hasta los 82 retratos coloridos de David Hockney.

Tomar la foto típica en las Urban Lights de Chris Burden fue imposible por el exceso de turistas, y la de abajo de la Levitated Mass, el colosal monolito de Michael Haizer, representó todo un reto individual -porque también me la tuve que tomar solo- pero se logró el objetivo.

De ahí, me dirigí al estudio de Sean Hazen, un fotógrafo que me gusta mucho y que conocí por Instagram. Fuimos juntos a “brunchear”, esa práctica tan contemporánea, que no es ni desayuno (breakfast) ni lunch, es las dos, pero ninguna a la vez, y platicamos un rato sobre nuestros trabajos.

“Hablas muy fuerte” me dijo jajaja. Yo no me ofendí, no fue ni la primera vez ni será la última que alguien me reprime por mi volumen. “No estoy gritando, así hablo  de verdad jajajaj”

Al terminar, dejamos el auto en un estacionamiento público y  caminamos brevemente por el Downtown de LA. Entramos al romanesco -e impresionante- Bradbury Building (donde filmaron parte del original Blade Runner, entre otras películas, así como series de tv y videos musicales, como “Say Something” de Justin Timberlake). Atravesamos el Grand Central Market, con cientos de puestos de comida multiculturales -mi plan era comer aquí, antes de cambiar planes con Sean- y proseguimos hasta dos de los museos más famosos del Centro.

El megalítico museo de arte contemporáneo, The Broad, no abría los lunes, así que estaba cerrado. Cuenta con una exposición permanente de cuadros de la posguerra y arte contemporáneo como obras de Basquiat, Koons y otros, además de hacer, rotaciones temporales durante todo el año.

Por otra parte, el fantástico Walt Disney Concert Hall, diseñado por el también fantástico Frank Gehry, es la casa de la LA Philarmonic, y sus líneas onduladas y formas anguladas se han vuelto célebres entre los amantes de la arquitectura. En el lugar hay conciertos todo el año. Caminamos alrededor de la estructura, admirando la belleza imponente de este lugar, y aunque me quedé con las ganas de entrar o ver a la orquesta, me dejó maravillado.

Tras dejar a Sean de vuelta en su estudio, manejé rumbo al mar por una media hora hasta Santa Mónica; su puerto, su parque de atracciones y su playa estaban repletos de locales nadando, jugando volleyball o solo caminando semidesnudos absorbiendo la luz solar como plantas fotosintéticas. Estuve allí divagando y me detuve en un bar a tomarme una cerveza.

Ya cerca del atardecer, en la misma zona de Santa Mónica,  visité el encantador Venice, una adaptación californiana de la Venezia italiana con sus canales y su calma – todo era perfecto hasta que metí mis tenis favoritos en una fosa pantanosa “Bien Manuela”.

Concluí el día de la mejor manera cenando en el bonito restaurante Gjelina, unos tagliolini con tinta de calamar acompañados de una copa de vino tinto californiano y una copa de helado de limón y cardamomo. También para este estupendo lugar, es mejor reservar con anticipación para evitar la larguísima línea de espera.

Cuando regresé al hotel, sentí que llevaba haciendo este viaje por semanas, cuando en realidad habían pasado tan solo 6 días. Aún tenía que decidir qué visitar como despedida de LA y de California en general.

Día 7. See you soon, California.

Empaqué todo -fue un reto acomodar las tres botellas de vino de Lodi- pero lo logré. Check-out del Mama Shelter -me encantó el hotel, y tiene un bar muy recurrido en la planta baja. Recogí el auto en el estacionamiento y manejé hasta el que dicen muchos es el mejor mirador de la ciudad: el galáctico planetario Griffith. Había mucho movimiento de autobuses escolares y turistas, así que me abrumé un poco allá arriba. En realidad fue mi culpa porque no me estuve levantando muy temprano y estuve acudiendo a los lugares más turísticos en hora pico, así que me lo merezco. Vi a lo lejos la célebre escrita HOLLYWOOD y toda la ciudad desde los ojos de un ave, a la altura del cielo.

Bajé nuevamente y me apresuré a visitar el Arts District – me sorprende que en Los Ángeles para ir de un lugar a otro, el navegador casi siempre te saca a la autopista circundante y luego te vuelve a meter a las calles de la urbe. Es una ciudad tremendamente inmensa.

– “En una milla, salga hacia la derecha con dirección a ….” Será la letanía que nunca olvidaré de mi road trip, porque además por idiota, nunca cambié la distancia a kilómetros y tenía que estar haciendo las cuentas mentalmente.

Arts District es un vecindario lleno de uno de los mejores street art que he visto en mi vida. Son enormes y magníficos, algunos con un realismo impresionante, y otros más conceptuales. El tiempo no fue mi aliado y tuve que apresurarme a visitar 5 paredes importantes que había encontrado en un artículo sobre arte urbano.

De repente vi el reloj y supe que tenía que partir para evitar algún tipo de contratiempo.

Finalmente me dirigí al boulevard aeroportuario, entregué el auto, del cual, tengo que admitir me había encariñado, y me subí al transfer que me llevó a la terminal 2 del Aeropuerto Internacional de LA. Pasé la revisión de seguridad sin problemas y de despedida, mientras esperaba la hora del abordaje, me comí un sabroso Fish & Chips de Slapfish.

Ya en el avión, reflexioné un poco. Fue un viaje muy especial para mí. Nunca había realizado un road trip yo solo, manejando tantas horas por día. Fue muy emocionante, y creo que sin duda, esta modalidad es la mejor para conocer el Estado de California. Es algo que quisiera repetir -aunque honestamente- prefiero la compañía de un buen amigo (o dos, o tres). California, eres rico en naturaleza, comida, artes y modernidad. Prometo volver pronto a visitarte.

Manu Espinosa

Manuel Espinosa Nevraumont, mejor conocido en redes sociales como @manumanuti es creador de contenido especializado en turismo. Documenta sus viajes a través de sus crónicas, fotos y videos, en México y en todo el mundo, con un especial interés por proyectos relacionados con turismo comunitario y ambiental. Ha trabajado con diferentes oficinas de turismo nacionales e internacionales. En 2017 creó junto con Alan por el Mundo la cuenta foodie de Instagram @gordosxelmundo para compartir experiencias gastronómicas durante sus viajes.