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Te ordeno tomar un año sabático

Tomarse un año sabático siempre ha sido demonizado por los estratos más conservadores de la sociedad, incluyendo, por supuesto, a nuestros padres y al mismo tiempo producen ansiedad y miedo en nosotros, por la incertidumbre de un futuro “seguro”.

Tomarse un año sabático siempre ha sido demonizado por los estratos más conservadores de la sociedad, incluyendo, por supuesto, a nuestros padres -son casi una perversión y una rebeldía en contra del sistema- y al mismo tiempo producen ansiedad y miedo en nosotros, por la incertidumbre de un futuro “seguro”.

Cuando somos jóvenes se nos ve exclusivamente como meros estudiantes,

“La escuela es tu única responsabilidad” es la letanía que nos repetían nuestros papás, con la chancla en la mano, cada vez que intentábamos “desviarnos” de nuestro supuesto camino.

El problema es que estudiamos durante muchos años consecutivos e ininterrumpidos, y pocas veces podemos realizar viajes extensos que nos permitan aprender cosas fuera del mundo académico. Terminamos la preparatoria después de 12 largos años en las aulas e inmediatamente hay que escoger nuestro camino profesional, por lo menos 4 años más, para saber qué haremos el resto de nuestras vidas.

¿Suena a una tortuosa realidad no?

Ahora, cierren los ojos e imaginen que al terminar la preparatoria tienen la oportunidad de romper el ciclo, de tomar sus cosas e irse de viaje durante un año, de romper la monotonía y salir a descubrir nuevas realidades; “salirse de la caja” para explorar y descubrir. Ver de qué va el mundo, escuchar la música natural de otros lugares, probar su comida, conocer su gente, pero sobre todo, conocerte -a ti mismo- en un contexto diferente al habitual.

Personalmente, yo dejé la universidad después de mi primer año, porque había hecho una selección muy apresurada de mi carrera, y lo que estaba haciendo no me gustaba. Pensé que si seguía así me graduaría frustrado, así que claudiqué, arreglé mis cosas y me fui a Francia, a la hermosa ciudad de Avignon, en la Provence.

Mi madre se negó rotundamente.

“Pues yo te digo que no, pero pregúntale a tu papá”.

¿A qué vas a ir allá me cuestionó don Ramón?

“Voy a estudiar francés, y a meterme a varios cursos, quiero conocer la ciudad y viajar”. Le respondí sin vacilar. “Quiero recolectar las pistas de qué podré hacer el resto de mi vida, y en definitiva, a ser feliz, a eso me voy”.

En Avignon conocí gente extraordinaria. Fue ahí que aprendí entre otras cosas, que algunos países, como Suecia, becan a sus jóvenes para que viajen por el mundo antes de entrar a la universidad, con el objetivo -justamente- de que basen su futuro en varias realidades, que tengan opción y apertura, que elijan de una pluralidad de opciones, que el mundo es más grande que nuestra rutina diaria.

Estudié, trabajé, aprendí francés, me emborraché mucho -tenía 19 años; conocí amigos de todas partes, de los clásicos países y de otros lugares recónditos y poco convencionales; fui a lugares inesperados, incluyendo la aventura de encontrar el pueblo belga que lleva mi apellido: Nevraumont; re aprendí a andar en bicicleta, hasta que me caí, la rompí y me rompí yo también; “robaba” manzanas de un huerto del otro lado del río Rhone (con el permiso silencioso del capataz); participé en una obra de teatro en francés, y era el único fan del  equipo de rugby de la universidad; me metí a varias clases de oyente, y conseguí un trabajo como guía de turistas de Avignon; me desconecté y me re conecté; lloré poco y me reí mucho; leí el Perfume de Suskind, el Principito de Saint-Exupéry y la saga de los Hijos de la Tierra de Auel. Tuve por fin el tiempo de hacer todo lo que verdaderamente quería hacer.

Mi plan de pasar un año allá, se acortó a 6 meses, porque -idealmente- en ese lapso de tiempo, descubrí que sí quería estudiar la universidad, y dónde quería hacerlo. Encontré una facultad en Milán, para estudiar Publicidad y pasaría los siguientes tres años en el Norte de Italia muy contento y convencido de mi elección. Ahora veo hacia atrás y no hay rastro ni sesgo de arrepentimiento.

El poder alquímico de un año sabático reside en tener la libertad de la elección para escoger tu camino. Se puede acortar como en mi caso, o extender. Quizá tú necesites dos o tres años de experiencias y reflexión, antes de proseguir con “tu vida de adulto”.

Al final no importa si sigues con tu preparación profesional, te vuelves un emprendedor, un nómada o un trabajador independiente; lo fundamental es que no tomes decisiones frenéticas, o busques complacer el status quo o las expectativas de los demás. Tómate tu tiempo para convertirte en la persona que quieres ser.

Como diría la Agrado de “Todo sobre mi Madre” de Almodóvar: “Porque uno es más auténtico cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí mismo”.

Por cierto, esto no aplica solo para jóvenes estudiantes, nunca es tarde para tomarse una pausa, para vivir diferente y reflexionar. Lo que sí, es que los que se toman años sabáticos solo para “tirar la hueva”, no conseguirán otra cosa, más que hundirse más en el desconcierto y en la apatía. El tiempo es lo que menos tenemos, hay que aprovecharlo.

A viajar bandita.