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Los elefantes felices de Chiang Mai

Hace dos años, en 2014, tuve la posibilidad de viajar al Sudeste de Asia y convivir directamente con uno de mis animales favoritos: el elefante.

Por: Manu Espinosa

Recuerdo que cuando era pequeño, mi abuelo, el Dr. Nevraumont, nos llevaba a mí y a mi hermano Ramón a ver los elefantes al circo, en las afueras de la ciudad; también había camellos, leones, caballos y otros animales domesticados. A mí me divertían mucho porque no entendía muy bien lo que pasaba, y conforme pasaron los años, fui adquiriendo una conciencia responsable sobre el trato de los animales.

Hace dos años, en 2014, tuve la posibilidad de viajar al Sudeste de Asia y convivir directamente con uno de mis animales favoritos: el elefante. Me encontraba en la hermosa ciudad de Chiang Mai, al norte de Tailandia, visitando los numerosos templos de la ciudad en un scooter viejo, junto con mi primo Arturo, cuando dimos con una oficina ambientada de selva y con stickers de elefantes en sus vitrinas. Nos detuvimos a preguntar.

El Elephant Nature Park es un centro de rescate y rehabilitación que provee un espacio natural no solo a elefantes, sino también a perros, gatos, búfalos y otros animales. Puedes hacer una visita corta de media jornada como nosotros, un día entero, o inclusive permanecer 7 días como voluntario en la reserva.

Nuestro entusiasmo por participar era evidente, pero de inmediato se nos desdibujó la sonrisa porque todo estaba ya reservado para las próximas semanas. Muy tristes continuamos con nuestra visita; sin embargo a la mañana siguiente, recibimos una llamada que nos alegraría la vida, del tamaño de un elefante: se habían liberado dos lugares.

Nos fuimos temprano por un café, pues había que estar en la Oficina de Elephant Nature Park a las 7.45 de la mañana. Nos subimos a una minivan que hizo una hora y media en transportarnos a nuestro destino, durante el viaje vimos un documental ilustrativo con algunas reglas básicas sobre cómo comportarse con los elefantes; algo así como la etiqueta paquidérmica.

Muchos de los elefantes que viven en este lugar han sufrido abuso y maltrato humanos. Muchos son ciegos por golpes en los ojos, otros tienen fracturas en sus extremidades, y cicatrices en la piel. Uno inclusive pisó una mina en Myanmar, y tuvieron que reconstruirle mitad de la pata.

La primera actividad del día fue darles de comer.

Los elefantes adultos devoran alrededor de 200 kilos de fruta al día: entre bananas, calabazas y sandías. Es muy entretenido colocarles la comida enfrente y ver cómo la buscan olfateando con su inmensa trompa; cuando por fin la localizan, inmediatamente la pliegan, y en una demostración de la tecnología mecánica evolutiva, maniobran la comida magistralmente hasta introducirla en sus bocas, y devorarla.

Después del “desayuno” caminamos por una vereda, donde fuimos alcanzados por dos elefantes majestuosos. Mi cara y la cara de mi primo eran la expresión de un adulto que ve el mar por primera vez: “No todos los días aparece en nuestras vidas un elefante” diría el escritor José Saramago.

Los elefantes están acostumbrados a la presencia humana, y al parecer disfrutan de las caricias tiernas de los visitantes. Una serie de voluntarios locales trabajan aquí tiempo completo, y además cada elefante tiene asignado a un “mahout”, su guardián. Por lo general, a un mahout se le asigna un elefante desde muy pequeño, y su labor es cuidarlo y entrenarlo. El mahout y su elefante, el elefante y su mahout, permanecen unidos entre sí a lo largo de toda su vida.

La piel de un elefante, a simple vista, es como observar  la corteza de un árbol de mil años; y cuando superas el temor de tocar esa pared tibia, se siente un grosor impenetrable, como una coraza de carne y pelos gruesos muy separados entre sí, como espinas que no lastiman.

Los elefantes no tienen noción de sus dimensiones.

Se mueven con libertad sin hacer mucho caso a lo que les rodea, y a diferencia de lo que pareciera, caminan silenciosamente sobre el cojín ortopédico de sus patas que amortiguan su peso titánico al andar. Los elefantes no tienen una muy buena vista periférica, así que hay que pararse un poco más a su costado para facilitarles el reconocimiento visual.

Tuvimos la fortuna de conocer a la decana de la reserva, una elefanta muy anciana que ha permanecido tres generaciones con los propietarios. Una bella flor amarilla le decoraba su oreja. Tiene más de 70 años, lo cual es considerado el tope biográfico de estos animales y por lo tanto pasa mucho tiempo en el centro de salud. Los ojos de esta elefanta heptagenaria eran claros, y profundos, clara y profundamente sabios. Una lágrima se desprendió de repente, una lágrima de elefante que nos ahogó a todos de tristeza.

Después llegó el tiempo del baño. A la orilla de un río me levanté los pantalones hasta las rodillas y, con una cubeta, le lanzaba agua fresca a los costados y al lomo de mi elefante. Me sentía todo un mahout, sin serlo obviamente.

Los elefantes sonreían “Mira Arturo, sonríen”.  La frescura de una ducha fría debe ser un valor universal en el reino de los animales.

Antes de llegar a la última actividad, pasamos a visitar a los perros y gatos. El momento más tierno fue cuando jugamos con los los mininos, bebés, mientras les servían de comer su arroz con pescado.

Nuestra última convivencia con los elefantes fue en un inmenso lodazal. Los elefantes usan este lodo para humectar su piel, regular su temperatura corpórea y como bloqueador solar. Quizá la próxima vez que vaya a la playa, me llevaré mi botecito de lodo.

Los elefantes toman el fango con la trompa y se lo lanzan encima, como en una autoflagelación -sin dolor- de tierra húmeda y salpicaduras de sana diversión.

Fue aquí que conocimos a Sangduen “Lek” Chailert, un diminuta -gran- mujer que lleva años con la preciosa labor de proteger a los elefantes, y luchar en contra de algunas prácticas vigentes de crueldad animal: por ejemplo, el “kraal” consiste en romper el espíritu del elefante y domarlo a través de golpes, inmovilización en jaula, privación del sueño, comida y agua, y otras atrocidades. Por esta razón, no hay que montar elefantes con mero fin de entretenimiento, porque muchas veces fueron entrenados salvajemente de esta manera.

También, cerca de otro río, vimos al más joven de la manada, un elefantito que a sus 18 meses de edad, ya era más grande que el perro más grande del mundo. Nació en cautiverio y esto es un gran alivio para los que amamos y defendemos la preservación de las especies.

Después de té caliente y galletas, llegó la hora de partir. Nos fuimos del Elephant Nature Park muy contentos. Mi mejor amiga Prisca acaba de ir, recomendada por nosotros y escribió lo siguiente:

“Today, Bobby and I spent the day at Elephant Nature Park and learned that unfortunately, every day, everywhere elephants have their souls taken away and are victims of human abuse- illegal labor, entertainment shows and land mines. Spending our day there was beautiful yet deeply sad. Please take a moment to learn and support this project in their mission to rescuing and preserving these beautiful creatures.”

Un lugar donde cuidan y aman con tal dedicación a los elefantes, a los perros, a los gatos,y muchos otros animales es algo muy cercano al paraíso. Si viajas a Tailandia no olvides visitar Chiang Mai y el Elephant Nature Park.

“Una persona puede ser abrazada por un elefante, pero no hay manera alguna de imaginar el gesto contrario correspondiente. Y en cuanto a los apretones de manos, ésos serían simplemente imposibles, cinco insignificantes dedos humanos jamás podrían abarcar la patorra gruesa como un tronco de árbol.” José Saramago (El viaje del Elefante).

Para más fotos visita el HT: #monsoonkingdom en Instagram.